sábado, 24 de marzo de 2012

Primeras Caricias. Beatriz Gimeno. Relato número 10 (1)

INICIACION (I)

Pienso muy a menudo que en el momento de la muerte lo que pasará ante mis ojos, como dicen que ocurre, serán imágenes de su cuerpo. Su cuerpo se me presentará en diferentes momentos de nuestra vida juntas. El peso de su cuerpo sobre el mío, cuando solía echarse sobre mí, caliente, cuando el sol de verano era inclemente en el exterior y sudábamos por cada poro de la piel; y su cuerpo desnudo andaba por la casa de noche, cuando se levantaba de mi lado y yo contemplaba su silueta perfilada contra la oscuridad gracias a la luz de la luna que entraba por una ventana que ella se obstinaba en dejar siempre abierta. 

Su mano avanzando procaz sobre una piel virgen, como lo era la mía, hasta que la conocí a ella; su boca llenándolo todo de saliva y de deseo y su respiración en mi oido, marcando el sonido de sus orgasmos y de los míos.
Yo, antes de conocerla, ni era lesbiana ni dejaba de serlo. Me interesaba el trabajo y no los hombres o eso es lo que se decía de mí, y era cierto sólo en parte. La verdad es que no me interesaban mucho los hombres, pero verdad es también que el trabajo me interesaba sólo a falta de algo mejor. 

Soy enfermera, una buena enfermera y mi trabajo es exigente si lo que se quiere es destacar. Exige muchas horas al día, muchas guardias, muchas noches pasadas de urgencia en urgencia, hasta llegar a mandar sobre otras enfermeras novatas que entran en el hospital igual que entré yo un día, sin saber nada. Mi trabajo exige mucho y pude, en su momento, dedicarme a él sin que resultara extraño. Y después vino una vida cómoda en la que no echaba nada en falta. Sola y con un buen sueldo me podía permitir hacer un gran viaje al año, tener una buena casa en la ciudad y otra, más pequeña, en el campo. Y aborrecía todo aquello de la reivindicación gay, los desfiles, las manifestaciones... 

Me habían enseñado a ser discreta en todo lo concerniente al sexo y eso abarcaba también el deseo. Aborrecía, por otra parte, los bares, la posibilidad de encontrarme con alguien conocido en una pequeña ciudad en la que esta posibilidad es más que posible; tener que hablar con alguien con una copa en la mano, sólo para ligar; en realidad no me gustaba salir a ligar, me parecía de una vulgaridad espantosa, algo que no debería hacerse ni por hombres ni por mujeres. El sexo, en definitiva, me parecía algo perfectamente prescindible.

Pero una mañana llegó al hospital, a la sección de urgencias pediátricas en la que yo trabajaba, una nueva doctora, muy joven, que venía con el MIR recién aprobado y que, lo primero que dijo cuando le preguntaron las enfermeras si tenía novio, es que no tenía novio ni pensaba tenerlo ya que era lesbiana. El silencio que se hizo entonces en la sala podía cogerse con una cuchara. Durante unos larguísimos minutos, nadie fue capaz de pronunciar una palabra y las respiraciones, agitadas por los nervios de los que estábamos allí, resonaban en el silencio. Al final, fue ella, la doctora Gálvez, Paloma Gálvez, la que hizo una broma: 'Caray, no es para tanto, seguro que ya habéis visto a una lesbiana antes'. Pero no, nadie de allí había visto a una lesbiana antes o, para ser más exactos, ninguno de los allí presentes sabía que ya había visto a una lesbiana antes. Después les daría tiempo de hartarse de las lesbianas. Paloma llevaba una bandera del arco iris pegada en el cristal de atrás de su coche y, enseguida todos supimos que lo primero que había hecho al llegar a nuestra pequeña ciudad había sido enterarse de si había en ella alguna asociación gay en la que poder integrarse. Y ante nuestra sorpresa resulta que sí que había una, aunque yo jamás hubiera sabido de su existencia. En fin, Paloma revolucionó el hospital y, al poco tiempo, todo el mundo cuchicheaba tanto a sus espaldas que el director tuvo que poner orden. A ella no parecía importarle.